Tras analizar datos de más de 450,000 estadounidenses, los psicólogos Daniel Kahneman y Angus Deaton concluyeron que la felicidad tiene un precio. Descubrieron que una vez que los ingresos anuales de una persona alcanzan 75,000 dólares, su felicidad diaria se estabiliza y no aumenta mucho con mayores ingresos.
Lo que realmente descubrieron es el límite de la felicidad que el dinero puede comprar, pero no el límite de la felicidad en sí.
La felicidad en sí, no tiene límite. Es infinita, cuando aprendemos a equilibrar de forma óptima «apetito» y «comida», es decir, cuando tenemos todo lo que necesitamos y un poco más a lo que aspirar. Es cuando todo encaja internamente. La clave está en el equilibrio interior que podemos aprender a lograr, no en el tamaño de la cuenta bancaria. En este mundo material, el dinero sirve como herramienta para alcanzar metas corporales. Sin duda, es útil, pero sólo dentro de los límites de este mundo. Si aspiramos a algo más elevado, a una meta espiritual en el mundo superior, obtenemos una forma de moneda totalmente diferente. Allí, el dinero se transforma en un medio de elevación, un medio de otorgamiento. No es el dinero con el que contamos aquí en este mundo, sino la cobertura interior de nuestros deseos que nos permite conectarnos más con los demás y con la naturaleza. Ahí reside la plenitud genuina y duradera.
En la espiritualidad, el rico no es quien acumula para sí, sino quien, constantemente, puede expandirse para satisfacer a los demás, según su conexión con la fuerza de amor y otorgamiento que reside en la naturaleza. Esa riqueza y felicidad van mucho más allá de la que conocemos en este mundo.
