
No hay duda, Jerusalén es una ciudad única, no sólo geográfica, histórica o religiosamente, también vivencialmente. Van visitantes de todo el mundo y muchos tienen estados emocionales extraños, una sensación de mayor significado e incluso, trastornos psicológicos. Este fenómeno, conocido como «Síndrome de Jerusalén», afecta a decenas de visitantes, independientemente de su fe o trasfondo.
¿Por qué? Porque Jerusalén deja huella. Respira con el peso de milenios, es una encrucijada de civilizaciones y el centro de tres religiones mundiales. Pasado, presente y el anhelo de lo eterno, parecen latir en su atmósfera. Por eso, no es de extrañar que abrume a muchos. Aunque todo es una respuesta psicológica, no mística ni de ningún otro tipo.
Experiencias similares ocurren en lugares como Roma, La Meca, incluso ante la Mona Lisa. Los seres humanos somos profundamente impresionables. Somos recipientes de deseo y cuando un lugar alberga siglos de anhelo, proyección y simbolismo colectivo, conmueve nuestro mundo interior.
Aun así, el verdadero poder de Jerusalén no reside en sus piedras ni en sus calles. No hay santidad en los objetos materiales. El aire de Jerusalén no está cargado espiritualmente por sí mismo. Lo que hace que Jerusalén sea «sagrada» es lo que se ha invertido espiritualmente en ella. La verdadera Jerusalén no es un lugar en el mapa. Está en el corazón. Es un nivel de logro espiritual, un estado de unidad interior.
¿Cuál es la Jerusalén de la que escribieron los profetas? Es cuando la gente se une en el anhelo común de superar su ego y conectarse en amor y entrega mutua. Esa es la ciudad que pertenece al Creador, es decir, a la fuerza superior de amor y otorgamiento que busca el alma.
Y sí, Jerusalén posee un aura especial, pero no se debe a la arquitectura antigua ni a la geografía sagrada, sino que es única por el eco interior que evoca: un tenue recuerdo de un mundo superior que permanece oculto a nuestra percepción en este mundo.
Cuando la humanidad finalmente aprenda a unirse por encima de las diferencias, cuando el amor al prójimo reemplace el odio y la separación, se revelará la Jerusalén espiritual. Será la capital, no de una nación, sino de la humanidad: un corazón colectivo construido a partir de la conexión de muchos corazones. Esa es la verdadera Jerusalén interior que debemos construir juntos.


