
La felicidad es cuando algo que has anhelado con todas tus fuerzas, por lo que has sufrido, perseguido y por lo que tienes enormes aspiraciones, de repente comienza a cumplirse. Es como un alivio del dolor y a esta sensación la llamamos «felicidad».
Por supuesto, la felicidad tiene muchos niveles. Depende de lo que suframos y de lo que nos dé alegría. La felicidad más alta es cuando sentimos que nos acercamos al Creador —la fuerza superior de amor, otorgamiento y conexión que creó y sostiene la realidad— y nos aferramos a Él como el niño se aferra a su madre. Ese deseo constante y persistente, finalmente es satisfecho. Lo deseabas con tanta fuerza, que incluso llegaste a la desesperación y de repente, el Creador aparece y parece llamarte: «¿Dónde estás? ¡Te he estado buscando!». Y quieres responder: «¡Era yo quien te buscaba! ¿Dónde estabas?». Y se precipitan el uno hacia el otro, sin palabras, sin barreras, simplemente se fusionan en un sentimiento. Esa es la verdadera felicidad.
Pero esta unión es diferente a todo lo que hay en este mundo. No son cuerpos que se unen, después de estar separados. Aquí, son sensaciones que se penetran, sin cuerpo ni separación. Surge un nuevo estado que las palabras no pueden describir. Ahora podrías preguntarte: «¿Y qué hay de mi identidad? Al fin y al cabo, fui yo quien la deseó, yo quien la anheló». La verdad es que ¡quiero que mi «yo» desaparezca! No lo necesito. Pero si mi «yo» desapareciera por completo, la identidad del otro —el Creador— también desaparecería. Por eso está organizado de tal manera que nuestra identidad permanece.
La Cabalá lo explica con el concepto de «Aviut», la crudeza del ego. El ego no desaparece. Al contrario, crece cada vez más. Pero esto es lo que nos permite combinarlo con la cualidad de otorgamiento. Mientras más crece el ego, el odio y la división que lo encierran, más podemos construir amor. Mientras mayor sea el odio, mayor será el amor.
Ese concepto es incomprensible en nuestro mundo. Pensamos que debe ser odio o amor. Pero en la realidad espiritual, coexisten y uno intensifica al otro. Este proceso continúa hasta el infinito: capas infinitas de odio y amor, una sobre otra, sin límites. Hay que sentirlo. Sin sensación, las palabras no significan nada. El camino para alcanzar esa percepción es largo. Sin embargo, cuando llega, es la eternidad misma.



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