
Antes, la competencia era constructiva y generaba desarrollo, hoy, principalmente, trae destrucción y ruina. En el pasado, había preocupación por prevenir enfermedades, pero hoy la industria farmacéutica produce muchos medicamentos innecesarios sólo para vender más y el sistema de salud tiene sus propios intereses creados. ¿Qué mundo estamos dejando a nuestros hijos? ¿qué sociedad? Estas preguntas nos llevan a reflexionar sobre la naturaleza del desarrollo egoísta humano y sobre cómo podríamos equilibrarlo.
La evolución no puede dar marcha atrás. El proceso por el que atravesamos no puede detenerse. Sólo podemos examinar lo que ha sucedido hasta hoy y lo que está sucediendo ahora y, si no estamos impidiendo artificialmente nuestro avance al nivel que debemos alcanzar, como individuos y como sociedad.
Desde la naturaleza, el ego es motor de crecimiento. El deseo de progresar, de hacer algo, de maximizar el placer con el mínimo esfuerzo, es nuestra naturaleza y también es la fuerza que impulsa cada célula. Flores, gatos, perros… están impulsados por un instinto similar, también lo inanimado busca las condiciones óptimas para existir lo más seguro posible.
Así pues, sólo tenemos el ego, el proceso que percibimos es esencialmente la evolución del ego en el ser humano. Cuando inició el capitalismo, era evidente que si cada uno actuaba según su ego individual y había competencia entre todos, la sociedad se beneficiaría, progresaría y todos tendrían una mejor calidad de vida. Se crearon muchas cosas buenas y el sentimiento general era floreciente.
Pero, en cierto punto, comenzó una especie de distorsión del desarrollo. El ego alcanzó un nivel en el que el afán de lucro privado, a cualquier precio, empezó a producir mutaciones. Por ejemplo, en el desarrollo de las bombillas eléctricas, se descubrió la posibilidad de fabricar una bombilla con una vida útil muy larga, pero no era rentable. Así que, deliberadamente la acortaron para aumentar las ventas.
A medida que el ego estrecho se intensificó, la competencia pasó de ser libre y sana a celebrar la manipulación, llena de mentiras y maquinaciones, favoritismo y restricciones. Por ejemplo, alguien podía ser detenido bajo el pretexto de legalidad, sólo para permitir que otro siguiera controlando. Se promulgan leyes que obligan al público a comprar algo simplemente porque alguien quiere lucrar.
Por eso, los logros magníficos en industria y comercio, economía, sociedad, ciencia y ecología, se fueron desvaneciendo. En su lugar aparecieron burbujas, ficciones y regulaciones artificiales que beneficiaron a los influyentes, pero perjudicaron a la gente promedio y a la sociedad en su conjunto. Incluso destruimos la naturaleza circundante, con el afán de aumentar el capital, sin considerar que las generaciones futuras necesitan comer, beber y respirar.
A diferencia de nosotros, en el sistema natural, la vida se desarrolla en equilibrio. La naturaleza pone cada elemento en su lugar y la conexión integral crea armonía, como las células y los órganos en un cuerpo que funciona bien. Cuando una célula comienza a consumir su entorno, se vuelve cancerosa. Sólo se «ve» a sí misma, sin importar lo que le rodea. Eventualmente, su crecimiento conduce al colapso del cuerpo y a su propia muerte. Pero no puede detenerse.
Parece que la humanidad se dirige hacia ese peligroso estado: la intensificación del ego en cada uno, amenaza con sepultarnos a todos. Guerras nucleares, hambruna que lanzará a las calles a masas, enfermedades, pandemias y desastres ecológicos, quién sabe qué podría venir primero. El callejón sin salida al que nos acercamos nos obliga a repensar. Debemos examinar a fondo qué es bueno y qué es perjudicial para nuestro ego.
Con el tiempo, comprenderemos que el uso correcto del ego se da cuando hay equilibrio entre el beneficio individual y el beneficio de la sociedad. Dado que este enfoque contradice la naturaleza egoísta, necesitamos procesos: educativo, cultural y social profundos, para despertar el sentimiento de que somos parte integral de la sociedad. Rápidamente debemos comprender y sentir que somos parte inseparable de un gran cuerpo y que la conexión mutua nos da vida y vitalidad. Así, podremos cuidar a los demás como nos cuidamos a nosotros mismos. Cuando constantemente pensemos en hacer bien a los demás, ascenderemos juntos a la siguiente etapa de evolución como especie humana.
¿Por dónde podemos empezar? Justo aquí, donde vivo. Nosotros, el pueblo de Israel, podemos crear el modelo para un nuevo humano conectado, en equilibrio, armonía y unidad integral. ¿Por qué? Porque la conexión está en las raíces más antiguas de la nación.
Fue Abraham de Babilonia quien descubrió que la naturaleza es una sola fuerza y lo enseñó a cualquiera dispuesto a escucharlo. La unidad trae consigo la alineación; es decir, con unidad, logramos fusionarnos con la naturaleza y será el estado más saludable, seguro y feliz que podríamos alcanzar como seres humanos. De los miles que se reunieron en torno a esta idea, se formó una nación. Su valor fundamental fue la unidad, como está escrito: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «Todo Israel es amigos» y «Como un hombre con un corazón».
Esto está grabado en nosotros. Aunque, ha sido encubierto por 2,000 años de destrucción. Podemos revivirlo para salvar a la sociedad del colapso y mostrar al mundo un nuevo camino. Esto generará simpatía hacia nosotros y también calmará el creciente odio del mundo. En el fondo, bajo la superficie y apenas consciente, ese odio surge de una profunda sensación de que el pueblo de Israel es el culpable de todo lo malo, de que tenemos algo muy importante, pero que lo ocultamos.
El mundo del mañana debe ser uno más conectado. Eso no está en duda. Lo que aún no se sabe es si seremos lo suficientemente sabios para captar la dirección y embarcarnos en un proceso educativo-cultural para construir una conexión integral en toda la sociedad o si sólo gracias a angustias terribles se expandirá nuestra conciencia.


