Dr. Michael Laitman Para cambiar el mundo cambia al hombre

Lloramos por la destrucción del templo, pero alimentamos su causa

Un mal día para los judíos

El Talmud (Maséjet Taanit) nos dice: “Cinco cosas acontecieron a nuestros padres el 17 de Tamuz, y cinco el 9 de Av [los días que marcan el comienzo y el final de las Tres Semanas (Bein Hametzarim)]. El 17 de Tamuz se rompieron las primeras tablas, el fuego perpetuo se extinguió, la muralla fue atravesada, Apostomus quemó la Torá y colocó un ídolo en el Templo. El 9 de Av a nuestros padres se les prohibió entrar en la tierra, el Primer y Segundo Templo fueron destruidos, Beitar fue conquistada y [el mismo día un año después] la ciudad fue arrasada”.

La historia repleta de horrores del 9 de Av no termina con la destrucción del Templo. A lo largo del tiempo, este día del año ha venido cargado de calamidades. Tanto la expulsión de los judíos de Inglaterra en 1290 como la famosa expulsión de los judíos de España en 1492 tuvieron lugar el 9 de Av. Más cerca de nuestros días, el 9 de Av de 1942, los nazis comenzaron la deportación masiva de 300.000 judíos del gueto de Varsovia al campo de exterminio de Treblinka.

Desde el nacimiento de nuestra nación, el 9 de Av ha sido un mal día para los judíos.

¿Por qué específicamente ese día?

El calendario hebreo refleja mucho más que nuestra historia. En un plano más profundo, refleja un proceso de transformación: de seres egocéntricos –cuyos corazones son malvados desde su juventud, como narra la Torá (Génesis 8,21)– a una nación conectada y en solidaridad mutua cuyos miembros están unidos “como un hombre con un solo corazón”. Dentro de este ciclo, el 9 de Av señala un momento de crisis en el que damos la espalda a la unidad y consentimos el egocentrismo.

El evento más traumático ocurrido durante el 9 de Av es, sin duda, la destrucción del Segundo Templo. Sin embargo, no es la propia catástrofe lo que deberíamos lamentar, sino aquello que la indujo: la pérdida de nuestro amor mutuo.

Entre el amor y el odio

En nuestro ciclo de desarrollo comenzamos como puros egoístas. Queremos nada más que lo que es bueno para nosotros sin preocuparnos por los demás. La Torá nos dice “El pecado está a la puerta”, y así nos comportamos todos.

Sin embargo, si el propósito de nuestras vidas fuera conformarnos con ser la especie en la parte más alta de la cadena alimentaria, no buscaríamos la inmortalidad, la superioridad, el renombre ni otras ambiciones propiamente humanas. No haría falta haber inventado todo lo que hemos creado a lo largo de los siglos: bastaría con las lanzas y las flechas. Pero los seres humanos aspiran constantemente a la perfección y la eternidad. Queremos conocer lo que ha creado el mundo, cómo funciona y por qué. En síntesis, la humanidad quiere ser como el Creador del mundo; como su dueño. Y aunque es posible que ni usted ni yo nos identifiquemos personalmente con esto, sin estos impulsos elementales no habríamos desarrollado la ciencia, el pensamiento crítico o las competiciones deportivas; tampoco habríamos desarrollado todas las actividades relativas a la existencia humana y que van más allá de nuestra mera supervivencia física.

El ego humano es diferente al de los animales. Es la fuerza motora que está detrás de nuestro desarrollo. Y si bien la naturaleza se encarga de equilibrar el egoísmo en los animales, equilibrar el egoísmo humano precisa de un esfuerzo consciente por nuestra parte.

Abraham, el hombre de la misericordia, fue el primero en hallar un método para dominar el egoísmo humano. Él y sus descendientes lo desarrollaron hasta que quedó establecida una nación basada en la misericordia y la unidad. Sin embargo, a los pies del Monte Sinaí –el monte de Sina’a [odio]– sucumbimos a nuestros egos, y en lugar de recibir la Torá, la fuerza de la conexión, nos giramos hacia el ídolo del ego: el becerro de oro. Y la consecuencia fue que las tablas se rompieron.

No obstante, de esa crisis surgió nuestra nación. Prometimos ser “como un solo hombre con un solo corazón”, y de ese modo recibimos la Torá. Además se nos encomendó la misión de ser “una luz para las naciones” mediante la difusión de la fuerza de la unidad.

El método que los antiguos hebreos desarrollaron tenía como propósito llevar al mundo a la victoria final del amor sobre el odio en la batalla entre ambos. Este método sencillamente establece que, si equilibramos nuestro egoísmo con el amor a los demás, propiciaremos que cada persona desarrolle todo su potencial y que sea utilizado en pro del bien común. De esta manera “cubrimos” nuestros egos con amor, como dijo el rey Salomón (Proverbios, 10:12): “El odio incita a la lucha, y el amor cubre todas las transgresiones”. Si así lo hacemos, descubriremos la fuerza de conexión que creó el mundo y que ahora lo sostiene. Este es el significado interno de recibir la Torá.

La frontera final

Cada año llega Tisha Be Av [9 de Av] y nos lamentamos de la destrucción del Templo por culpa de nuestro odio infundado. Y, sin embargo, cada año el odio mutuo está más enquistado entre nosotros. Entonces, ¿de qué sirven nuestras lágrimas?

¿Para qué llorar por nuestra destrucción pasada cuando estamos propiciando nuestra propia destrucción exactamente por la misma razón que nos destruyó en el pasado? ¿Realmente hemos aprendido algo de ese pasado? ¿Cuántas más destrucciones por causa de la aversión mutua tenemos que atravesar antes de que, por fin, caigamos en la cuenta?

Un posible nuevo exterminio del pueblo judío superará con creces todo lo que ya hemos vivido antes: superará la destrucción del Segundo Templo e incluso el Holocausto, en el cual, por cierto, la mayor parte de mi familia fue exterminada.

Estamos en la última etapa del viaje, en el último asalto en la batalla entre el amor y el odio. El odio que ahora está surgiendo será más intenso que nunca, y volcará su ira contra los judíos. No podemos mitigarlo de ninguna manera, pero lo que sí podemos y debemos hacer es cubrirlo con amor, como hicimos en el pasado.

Esto es a lo que estamos llamados como judíos: llevar a cabo nuestra misión de ser “una luz para las naciones”. Como ya he dicho en numerosas ocasiones, tanto en internet como en las páginas de The New York Times, debemos cubrir nuestro odio con cuidado y preocupación mutua, y de ese modo ser un ejemplo de unidad para el mundo. Podemos hacer esto por voluntad propia y de manera agradable, o podemos vernos forzados a ello por la ira del mundo. De una u otra manera, tendremos que hacerlo.

Por eso, este Tisha Be Av, pensemos más en nuestro futuro y en nuestro papel, y menos en nuestro pasado. Centrémonos en la construcción de los tiempos venideros y hagamos de la destrucción pasada la piedra angular de un futuro seguro y feliz.

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